miércoles, 24 de septiembre de 2008

La revancha del inquilino

Un viejo y ya desagradable dicho se mantiene en los periódicos: “pasante no es gente”. La verdad es que es el último vestigio que queda de otros tiempos en los que el arribo de la camada de estudiantes de los últimos años de Comunicación Social se prestaba para más de una broma pesada y unas cuantas encomiendas de café a algún pichón o pichona de periodista. No sé si en otros oficios la cosa se mantiene igual, pero en éste hace ya años que sólo queda esa línea gastada que, sin embargo, aún funciona para que algunos se rían un poco. Lo cierto es que apenas entienden cómo funciona el sistema editorial, hoy los pasantes se convierten en figuras muy útiles dentro de las redacciones. Tanto que más de uno deviene en “quedante”. Pero ese es otro cuento.

Hace ya largo rato que vivo en el mismo edificio. Durante muchos años lo hice como inquilino y ahora que, al borde los 40, al fin he alcanzado el codiciado estatus de copropietario con título recién firmado, he caído en cuenta de que hasta entonces era casi como un pasante aquí en el edificio: no era gente.

Más de una noche nos topamos mi esposa y yo con la celebración de una de esas reuniones de condominio de sillitas de plástico y debates acalorados acerca de cuál será el color idóneo para pintar los pasillos, cómo hacer para que la doña aquella saque de una buena vez del estacionamiento ese roñoso Mercedes que nunca volverá a rodar o a quién se le encargará el proyecto de levantar el muro exterior que terminará coloreado de extraño color salmón. Debe ser tan desconcertante ese tono rosáceo que ni los grafiteros se han atrevido a mancillarlo…

Y uno pasaba de largo dejando un “buenas noches” resentido y temeroso. Sobre todo temeroso porque al entrar al ascensor decorado al estilo panadería siglo XXI, encontrábamos pasmosa evidencia del tipo de decisiones estéticas que se estaban tomando en esas asambleas vedadas a un pinche inquilino sin voz ni voto ni nada que se le parezca.

No señor, ni teniendo el buen gusto de Titina Penzini, ni el manejo espacial de Totón Sánchez, ni la sobria exquisitez de Carolina Herrera o las habilidades decorativas de Sandy Jelambi, podías participar en las resoluciones de esos consejos vecinales que terminaban por inducir un estado de angustia insomne: “Dios mío, ¿y ahora qué le harán a este sufrido edificio?”.

La situación empezó a cambiar desde el mismo momento en que se corrió la voz de que la parejita del 28 estaba tratando de comprar el 23. Las señoras más simpáticas sorprendían con sus buenos deseos de que la negociación se concretara y las matronas más recias empezaron a vernos con algo más que la cortesía habitual.

Firmados los papeles la transformación fue total. Hasta bienvenidas al mundo de los copropietarios hubo. Ya éramos más gente que antes, miembros plenos de la comunidad con derecho a tumbar paredes y sacar toneladas de escombros polvorientos escaleras abajo.

Ya instalados desde hace pocos meses, de pronto enfrentamos una curiosa matriz de opinión que corona el estatus actual: hay quienes se han hecho a la idea de que podría recaer en este hogar la presidencia de la junta de condominio en un futuro no muy lejano, aunque copropietarios seamos el banco, mi esposa y yo, en ese orden de importancia.

De momento, me conformo con la oportunidad revanchista de una reunión que incluya mi sillita de plástico, no sólo para ver qué hacemos con el color carne de lechón de los pasillos, sino para darme el enfermizo gusto de mirar de reojo al inquilino que cruza cabizbajo y sube preocupado rogando que no se nos ocurra un despropósito monumental como sustituir el hermoso granito de la entrada por un porcelanato a juego con esos ascensores inútiles que se dañan todas las semanas. Pero nada: sigo esperando esa convocatoria que no llega, como nunca apareció el fulano Godot.

(Texto publicado en la revista Sala de Espera, septiembre de 2008)

1 comentario:

tomas arroyo dijo...

me recuerda a la personalísima historia del ascensor que se reproduce en cada uno de nosotros, cuando -obligados por las circunstancias- ante la presencia "del otro" nos vemos en la necesidad de mirar pal´ piso o pa´ los números de los pisos (imagino que a la espera que se salte uno) para evitar al prójimo, quien -a su vez- hace su parte. no cuenta nada, ni siquiera una desventurada e inoportuna liberación de gases malolientes como los de la planta de la cervecera en los cortijos. a menos que, un día, la mala leche nos agarre dentro del ascensor cuando éste se quede trancado. ahi sí, empezaremos a ver quiénes éramos los que estábamos dentro. y jodidos. suerte con la presidencia!