viernes, 26 de septiembre de 2008

United Colors en Chacaíto: perra vida

El Metro que se fue


Antes se podía. Ibas en el metro tranquilo, con aire acondicionado, evitando la cola, atravesabas la ciudad acompañado de un buen libro.

Sólo dejabas el asiento si aparecía una viejita, o una embarazada. Nunca si la chica estaba buena: mejor que siguiera de pie.

Rumbo a la universidad leías el capítulo que te faltaba del libro ese de sociología que pesaba tres kilos y aburría lo equivalente a su peso multiplicado por el número de páginas. O en días más relajados algo de literatura. Y hasta el periódico podías desplegar y compartir con el vecino de asiento.

Aquellos tiempos.

Ahora tienes suerte si logras subirte al vagón. Y más si el aire acondicionado funciona. ¿Alguna vez te ha tocado el vagón que no tiene aire a las 5 de la tarde?

No querrías estar ahí.

Y de libros ni hablar. Si levantas el codo se lo clavas a alguien en la cara. O en el esófago, si acaso lograste conseguir asiento. Y es trabajoso eso de leer con las páginas pegadas a la nariz, si es que insistes.

Anda a leer a tu casa: Caracas es otra. Ya éramos muchos y parieron todas las abuelas. O algo así.

Yabadabadú




Lo veo en esa foto y pienso: Pedro Picapiedra.

Pero no en el dibujo animado, sino en John Goodman haciendo de Pedro en esa película de 1994 que nunca debió haberse hecho. Es decir, la mala versión de Pedro.

Es tremendo lo que hacen unos kilos menos. La Dieta Antonini será un best seller: carga con 800 mil dólares en un maletín –ahora todos aprendieron a decir “valija”-, escapa por el Sur, ve a dar a Miami y ahí te juntas con el FBI para sapear a tus viejos amigos.

Es más difícil que la dieta de los puntos. Pero más emocionante debe ser sin ninguna duda.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

La revancha del inquilino

Un viejo y ya desagradable dicho se mantiene en los periódicos: “pasante no es gente”. La verdad es que es el último vestigio que queda de otros tiempos en los que el arribo de la camada de estudiantes de los últimos años de Comunicación Social se prestaba para más de una broma pesada y unas cuantas encomiendas de café a algún pichón o pichona de periodista. No sé si en otros oficios la cosa se mantiene igual, pero en éste hace ya años que sólo queda esa línea gastada que, sin embargo, aún funciona para que algunos se rían un poco. Lo cierto es que apenas entienden cómo funciona el sistema editorial, hoy los pasantes se convierten en figuras muy útiles dentro de las redacciones. Tanto que más de uno deviene en “quedante”. Pero ese es otro cuento.

Hace ya largo rato que vivo en el mismo edificio. Durante muchos años lo hice como inquilino y ahora que, al borde los 40, al fin he alcanzado el codiciado estatus de copropietario con título recién firmado, he caído en cuenta de que hasta entonces era casi como un pasante aquí en el edificio: no era gente.

Más de una noche nos topamos mi esposa y yo con la celebración de una de esas reuniones de condominio de sillitas de plástico y debates acalorados acerca de cuál será el color idóneo para pintar los pasillos, cómo hacer para que la doña aquella saque de una buena vez del estacionamiento ese roñoso Mercedes que nunca volverá a rodar o a quién se le encargará el proyecto de levantar el muro exterior que terminará coloreado de extraño color salmón. Debe ser tan desconcertante ese tono rosáceo que ni los grafiteros se han atrevido a mancillarlo…

Y uno pasaba de largo dejando un “buenas noches” resentido y temeroso. Sobre todo temeroso porque al entrar al ascensor decorado al estilo panadería siglo XXI, encontrábamos pasmosa evidencia del tipo de decisiones estéticas que se estaban tomando en esas asambleas vedadas a un pinche inquilino sin voz ni voto ni nada que se le parezca.

No señor, ni teniendo el buen gusto de Titina Penzini, ni el manejo espacial de Totón Sánchez, ni la sobria exquisitez de Carolina Herrera o las habilidades decorativas de Sandy Jelambi, podías participar en las resoluciones de esos consejos vecinales que terminaban por inducir un estado de angustia insomne: “Dios mío, ¿y ahora qué le harán a este sufrido edificio?”.

La situación empezó a cambiar desde el mismo momento en que se corrió la voz de que la parejita del 28 estaba tratando de comprar el 23. Las señoras más simpáticas sorprendían con sus buenos deseos de que la negociación se concretara y las matronas más recias empezaron a vernos con algo más que la cortesía habitual.

Firmados los papeles la transformación fue total. Hasta bienvenidas al mundo de los copropietarios hubo. Ya éramos más gente que antes, miembros plenos de la comunidad con derecho a tumbar paredes y sacar toneladas de escombros polvorientos escaleras abajo.

Ya instalados desde hace pocos meses, de pronto enfrentamos una curiosa matriz de opinión que corona el estatus actual: hay quienes se han hecho a la idea de que podría recaer en este hogar la presidencia de la junta de condominio en un futuro no muy lejano, aunque copropietarios seamos el banco, mi esposa y yo, en ese orden de importancia.

De momento, me conformo con la oportunidad revanchista de una reunión que incluya mi sillita de plástico, no sólo para ver qué hacemos con el color carne de lechón de los pasillos, sino para darme el enfermizo gusto de mirar de reojo al inquilino que cruza cabizbajo y sube preocupado rogando que no se nos ocurra un despropósito monumental como sustituir el hermoso granito de la entrada por un porcelanato a juego con esos ascensores inútiles que se dañan todas las semanas. Pero nada: sigo esperando esa convocatoria que no llega, como nunca apareció el fulano Godot.

(Texto publicado en la revista Sala de Espera, septiembre de 2008)

viernes, 19 de septiembre de 2008

El rey Bhumibol de Tailandia sanciona a Somchai Wongsawat

Este es otro. Muy claro todo, cualquier lector de Bangkok lo entenderá perfectamente.

martes, 16 de septiembre de 2008

Mozilla exige a Ubuntu incorporar una EULA al Firefox

¿Entendieron?
Yo tampoco. Pero ese titular es real.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Promesas del deporte

Ya han pasado unos cuantos días y no hemos vuelto saber de la promesa aquella. Mejor dicho, de algo sí nos enteramos: de que ni siquiera el ministro de la Secretaría cumple las órdenes del míster.

A este muchacho le ordenaron irse a San José (en Zulia) a resolver una situación allá y no lo hizo. O al menos no tal como le indicó su jefe: el día en que debió estar pasando calor en ese pueblo zuliano que al parecer ni siquiera sale en los mapas, el bisoño funcionario andaba coleado en la visita oficial a Honduras.

Y eso que todos vimos y escuchamos cuando el patrón le dijo que se quedara aquí, rodilla en tierra, y se fuera a atender ese asunto.

Para los desmemoriados, fue en el Aló Presidente del 24 de agosto, el número 318. Jayce Andrade, del equipo olímpico de voleibol recién llegado de Pekín, se acordó de su pueblo en medio del emocionado encuentro con el comandante:

- ¡Ah! Le quería decir otra cosa, que el convenio que tenemos los dos del gimnasio de voleibol, allá en mi pueblo, lo estoy esperando todavía.
- ¿Dónde?
- En San José.
- ¿En San José de...?
- Sí, el proyecto que hablamos nosotros dos...
- ¿En San José de...?
- Que no está en el mapa todavía...
- Sí, pero San José de...
- Del Zulia.

Uno puede entender la confusión. En este país hay demasiados lugares que se llaman San José. O Pueblo Nuevo. Pero superado el desconcierto geográfico, el presidente decidió resolver ahí mismo y zanjar esa deuda pendiente con la joven atleta. Sólo que ese día no estaba a mano la ministra de Deporte. Y se le ocurrió que este muchacho Héctor Rodríguez, excelso jugador de baloncesto según nos pudimos enterar, sería el indicado para la misión de honrar la vieja promesa:

- Mira, tú te vas, pero tú mismo, para allá para San José, y Luján, te llevas a Luján, de la Fundación. Es un estadio, un gimnasio, del que hablamos.
- Jayce Andrade: Sí, un estadio.
- Héctor Rodríguez: ¿San José de dónde?
- Jayce Andrade: En San José, Zulia.
- Ustedes conversan después en el estado Zulia.
- Héctor Rodríguez: Del Zulia.
- Es para hacer un gimnasio allá.
- Jayce Andrade: Bueno, también hay un par de cosas que hay que mejorar, como es un pueblo muy chiquito no tiene mucha atención, y como es muy lejos, nadie va.
- Bueno, él va a ir.
- Jayce Andrade: ¡Okey!
- Tú lo acompañas y van juntos allá, y te llevas tu equipo y tal. ¿Mañana van? Bueno, te vas mañana.
- Jayce Andrade: ¡Okey!
- Mañana te quedas, no te vas pa’ Honduras, te vas para allá para San José.
- Héctor Rodríguez: Me quedo.

Y ahí quedó Andrade. Quizás intentó comunicarse con Héctor para cuadrar la hora de salida. Para explicarle bien la precaria situación de su pueblo. Para ver si se iban juntos en alguna camioneta del ministerio o qué. Pero nada: cualquier cosa, hasta ir a Honduras, debe ser mejor que cargar ese bacalao hasta San José, ¿San José? ¿San José de dónde?

Tampoco se ha hecho público el desenlace de otra historia del deporte vernáculo. Y eso que esta protagonista sí trajo medalla. Apenas se bajó del avión, repartió un par de abrazos, Dalia Contreras se sintió con valor para reclamarle al míster otra promesa: “Que me dé lo que me ofreció, una vivienda digna. Creo que me lo merezco”.

¿Dalia? ¿Dalia qué, me dijiste? ¿Farruco, está por ahí Farruco? ¿Y Héctor?

viernes, 12 de septiembre de 2008

Día de furias

Hoy sólo ha faltado que lluevan sardinas. O sanguijuelas.

Las cosas se ponen raras. Uno le dice al otro “yanqui de mierda”. 72 horas para que salgan del país los de la misión diplomática estadounidense que aquí son un gentío. Hasta una peluquería hay en la embajada gringa.

¿Para qué? ¿Por qué?, nos preguntamos todos. ¿Cuenta este señor con un mejor cliente para el chorro de petróleo? Vaya usted a saber.

Los rusos traen aviones. Dicen que luego se pasarán un buen rato por estas tierras con sus máquinas y un barco impulsado con energía atómica que carga con una especie de maldición, que ni el cañonero del judío errante.

Hay declaraciones locas por todos lados. Doña Palin se soltó las bridas y amenazó con una guerra Estados Unidos-Rusia. Dijo que no se calaba una nueva agresión a ese paisito llamado Georgia. Tal vez lo confundió con otra Georgia, una que le queda más cerca, la del blues, la Georgia on my mind.

¿Con quién cuenta doña Palin? ¿Con la policía de Alaska? Si así empiezas mi reina, desde tu comarca helada, cómo será cuando taconees por Washington.

Por acá todos los opinadores hablan de trapos rojos, potes humo.

Fabricar trapos rojos, por cierto, aquí resulta buen negocio.

Yo no sé nada. Estoy en mi banca, pero tengo esa sensación de que la jugada contra los yanquis podría ser más bien del tipo electoral. Una de esas poderosas: cohesionar, reforzar el entorno, la fidelidad, estemos juntos siempre, me quieren matar y sólo unidos y con un enemigo común saldremos adelante.

Puede ser buena. ¿Por qué no?

La de la Palin, por su parte, es más extraña. La señora debería correr unos cuantos kilómetros antes de abrir la boca. Y sin iPod, porque esa debe trotar escuchando a Celine Dion. Avemaríapurísima.

¿En qué puede perjudicar al míster de aquí lo que digan en el juicio de la maleta? Al final, es la palabra de una sarta de delincuentes contra la de un presidente. Que digan lo que quieran. ¿Acaso él ha ocultado sus preferencias electorales y su apoyo en dólares a sus colegas de la región? ¿Acaso alguien reeditará un juicio como el que le clavaron al gocho?

Ya no hay por aquí un Escovar Salom. Ni “notables” con influencia sobre las instituciones.

Si a alguien debería preocupar el juicio de Miami es a Cristina. ¿Los mandará ella a la misma mierda?

Difícil, che, difícil.

Merengue chino

Y entonces alucino así: que voy al Don Cómodo, un añoso comedero en el centro de Caracas, muy cerca del periódico, en busca de la paella de los martes. Pero ya no está el ambiente medio en penumbras, el mobiliario de todos esos años, los manteles percudidos, las cortinas cincuentenarias ni el olor a creolina tan parecido al del explotado retén de Catia.

En su lugar hay chinos moviéndose entre un decorado de un mal gusto brillante, brilloso, más parecido a la estética neoportu de las panaderías que hoy regentan esos jóvenes de segunda generación embutidos en jeans color salmón y luciendo camisas de mangas cortas y arremangadas.

En los pantalla plana primero se ve un dvd con canciones de pop chino. Pero de pronto, antes de que lleguen los fideos y las costillitas con sal y pimienta, comienza una cosa que parece un Cirque du Soleil de bajo presupuesto. ¿Qué puede ser eso Dios mío?

Y en el medio de la escena irrumpe como una explosión una figura entrada en carnes de negrísimo cabello y potente voz: sí, es ella, Olga Tañón, desde algún escenario en Puerto Rico.

En el techo del lugar algo asombroso: una hilera de cornetas triaxiales -que mejor le calzan a un cajón de una 4x4 a las orillas de Buchuaco- están aquí reproduciendo con inquietante delay el merengue despechado de la Tañón.

Hinco los colmillos en un trozo de costilla. Miro los rostros. Un joven mesonero de dientes horrendos me felicita por la elección. No estoy alucinando. Los chinos no sólo se adueñan de todo. También hacen esfuerzos por procesarnos. Nunca me servirán eso que alguna vez se promocionaba como la mejor paella de Caracas, aunque no lo fuera. Pero entienden que esto es el Caribe y que lo nuestro –de acuerdo a todas las ferias de provincia- es el merengue de Olga.

La hora del asco

Sin duda es un mal día. Uno de esos de elecciones equivocadas. Camino un montón de cuadras por la avenida Urdaneta buscando algo que no consigo, un bien escaso: lentes de contacto para mi portentosa miopía.

Decido almorzar ahí donde una vez comí una aceptable hamburguesa. De un estilo que evoca a las del Crema Paraíso de la infancia.

Pero es un mal día. Eso ya lo dije.

En una de las mesas papá y mamá con una niña que se está poniendo nerviosa. Aparecen desde el techo algunas cucarachas atontadas buscando un sitio para morir. O buscando el aire que les falta. Cae una con un sonido que, a falta de mejor descripción, diré que se escucha como sordo. Es como si dejaras caer con fuerza una caja de cigarrillos o un paquete pequeño ni muy blando, ni muy duro.

Un pequeño revuelo se arma cuando surge otra en el cielo raso. Es que han fumigado en el edificio y las bichas andan alborotadas, es la explicación que da un señor que comienza a angustiarse. Ya es tarde. Mi hamburguesa está lista y decido que la despacho allí mismo. Pero en otra mesa que juzgo menos arriesgada.

El local es pequeño. La niña permanece en actitud vigilante y avisa con voz temerosa la llegada: una, una más. El muchacho que cobra –muy parecido al cantante de Los Amigos Invisibles- se altera y va a reclamarle algo a la conserje.

Como con la urgencia de Pilón. No creo que pueda volver nunca más a este lugar. Es una lástima. Es tan cerca. Pero preferiré manejar hasta un Crema Paraíso de verdad. Sé que sobreviven dos en Caracas, aunque la infancia haya quedado atrás.

La familia pide que pongan su almuerzo para llevar. Tengo el estómago revuelto. Ha sido un mal día, una pésima decisión.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Serenata cursi



Al principio lo percibió como un ruido. Uno más en esta calle que ha perdido el silencio. Nada extraño, algo como música allá abajo. Eso que parece una guitarra. ¿Será que le subo volumen a la tele? Pero. Un momento. Esa voz. La reconoció: la había escuchado más de una vez. Y se ilusionó: era una serenata para ella. A media noche. Y para ella. Como en los tiempos de antes, pensó. Qué romántico.

Decidió hacerle esperar. Peinarse un poco. Cambiarse esa franela horrenda que usa para dormir: estirada, desgastada. Quitarse las medias blancas con rayas azules que aún sobreviven a décadas de lavadora y Ariel.

En el apartamento hubo revuelo. El viejo con cara de no saber qué hacer. La vieja asomada parapetándose detrás de las persianas. La hermanita con expresión incrédula y con ganas de entrar al chat para contar la anacrónica escena. No lo iba a decir así. Ella no conoce la palabra anacrónica. Pero seguro se las arreglaría para transmitir la idea.

Qué loco, se decía, mientras terminaba de alisarse el cabello. Ese loco montado en el capó del Volkswagen. Qué loco.

Y justo cuando se disponía a salir al balcón, los primeros acordes le hicieron retroceder. Eso lo conozco. Hasta la hermanita arrugó la cara. Claro que lo conocía. Hace un año que trabaja en esa tienda del Sambil y se las sabe de memoria. Muy a su pesar. Todo el día, todos los días escuchando canciones de Maná y de Ricardo Arjona.

Una pesadilla. Hasta la más fanática se harta.

Y ese tipo tan cursi cantando una de Maná con dos guitarras y segunda voz. De loco pasó a cursi. En cuestión de segundos.

¿No vas a salir?, le preguntó la vieja.
¿Nos vamos a calar al serenatero toda la madrugada?, quiso saber el viejo.
¿Prefieres que suba y te cante en muelle de San Blas aquí en la sala?, acabó ella con la discusión.

No. No podía corresponderle a alguien capaz de hacer algo así: ¿Maná? ¿Coño, Maná?

Y apenas empezaba. Porque la tercera fue de Arjona. Con la cuarta volvió Maná. Hubo intentos con Luis Miguel. Pero Maná y Arjona siguieron alternándose como AD y COPEI en esos tiempos de antes… cuando las serenatas eran otras.

Montado sobre el capó, con pose de Romeo moderno, el muchacho lo intentó. Descarrilado en sus gustos, no quiso entender al amigo que desde la acera comprendió que era mejor irse antes que terminar en el fondo del barranco eligiendo algo del repertorio de Montaner.

Ella no salió. Se puso su camiseta horrenda otra vez. Le dio volumen a alguna serie tonta del canal Sony y comenzó a limarse las uñas con furia.

De pronto se dio cuenta del silencio.

Alcanzó a ver al par de policías. A los muchachos azorados tratando de hacerse los simpáticos.

Y la hermanita chateaba y montaba las fotos en facebook.

martes, 2 de septiembre de 2008

La fábrica de agujeros negros

La noticia impulsa un resorte de la memoria. Me hace pensar en los lugares peligrosos en los que he estado, en algunas situaciones de riesgo.

Cuando fui con mis primos a comprar una botella de ron en el barrio Las Malvinas de El Valle en esos días de febrero y marzo de 1989 para hacer más llevadero el encierro y el concierto nocturno de balazos.

La borrachera monumental y vergonzosa andando por Ciudad de México solo y extraviado en una noche que recuerdo a jirones.

Acercarme a Puente Llaguno en el momento crudo del plomo yendo y viniendo: de arriba para abajo y viceversa.

Andar con un sentenciado a muerte por un barrio caliente de San Cristóbal persiguiendo una historia de sicarios.

Tomarme unas cervezas al lado de un grupo de traquetos en un bar de Cali.

Viajar en autobuses desde el Nuevo Circo en temporada de vacaciones.

Cosas así. La mayoría hechas sin ninguna pretensión heroica: no cargo con esos genes en el cuerpo. La mayoría vistas a la distancia con un miedo residual, a destiempo.

Y la noticia me indica que todo eso no era nada: fue en Suiza, en realidad, donde estuve en el lugar más peligroso del mundo.

Tanta neutralidad, tanto queso derretido y ahora resulta que muy cerca de Ginebra, bajo la superficie, conocí parte de eso que –según algunos- podría acabar con la tierra en menos de lo que se calienta un fondue.

Y uno ahí, sin percatarse de nada, creyendo que los malos estaban en Irán, en Corea del Norte, en China, en la mansión Bush, en cualquier otra parte.

Dice la información publicada hoy 1 de septiembre que el Gran Acelerador de Hadrones (LHC, en inglés) que construyeron en el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear (CERN, en francés), allá en un lugar bucólico vecino de Ginebra –que, por cierto, inspiró un cuento de Julio Cortázar-, podría acabar con todo y borrarnos del Universo apenas lo pongan en marcha completa entre este mes y el que viene.

Un grupo de científicos y teóricos del caos (linda profesión esa: teórico del caos) denunciaron el proyecto ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos porque están convencidos de que el enorme acelerador de partículas que construyeron juntos un montón de países para, entre otras cosas, recrear lo que sucedió una milmillonésima de segundo después –o antes, ya no recuerdo la explicación- del Big Bang y para, entre otras cosas, encontrar la llamada “partícula de Dios” (bosón de Higgs), terminará más bien por producir el horror, el horror: agujeros negros que engullirán todo hasta dejar la nada… empezando por el queso suizo y la hermosa cumbre del Mont Blanc, hasta extinguir de una vez y para siempre a Madonna, a Osama donde quiera que se esconda, a la revolución latinoamericana y acabar con la expectativa de si, al fin, un moreno bien plantado llegaba o no a instalarse un rato a mandar desde la Casa Blanca.

Hasta una animación computarizada de cómo será la cosa está colgada en Youtube.

El arma de la destrucción absoluta estaba construyéndose ante las narices de todos, financiada por 34 naciones a un costo que pasa de largo de los 2 mil millones de euros y apenas ahora, cuando están a punto de echarla a andar y ponerla a colisionar protones es que los teóricos del caos intentan hacer algo al respecto.

Yo estuve ahí hace algunos años. Y como los expertos de la ONU que buscaron en Irak y en Irán, no pude ver nada peligroso en ese descomunal esfuerzo científico. Pero, claro, qué iba a estar viendo semejante ignorante.

Lo bueno, cree uno, es que los del CERN juran que podemos estar tranquilos, que lo que va a pasar en ese túnel de 27 metros de diámetro ya sucede o ha sucedido de forma natural en el Universo y aquí seguimos nosotros y allá arriba las estrellas.

Lo extraño, es ser testigos de una disputa de científicos acerca del inminente fin de todo. Científicos, no sectas religiosas.

Lo malo, es que no tendremos a quién hacerle el reclamo.

Nos apagamos

Es el día del gran apagón. Ya hay luz. Parece que el servicio es parcial. En una cola escucho la rueda de prensa convocada por los señores que deberían garantizar que la electricidad no se convierta en otro bien escaso. Dan sus razones: un accidente, un evento inesperado en no sé dónde.


Los reporteros preguntan. En realidad no preguntan. En realidad quizás no son reporteros de verdad.


La luz vendrá y se irá otro día. Esa es una certeza. La otra es que no puede llamarse periodismo a eso que están haciendo: no interrogan, no buscan aclaratorias. Los han puesto allí para ayudar a los funcionarios: “ministro, haga un llamado a la calma”; “camarada, vuelva a aclarar que todo está bien”; “poeta, desmienta usted a esos irresponsables de los medios que dicen que el Metro no funciona”; “ministro, vuelva a decir que todo está controlado, por favor, y que la gente no salga de sus casas si no es por algo importante”.



Ese sí que es un regulador de voltaje.