viernes, 24 de octubre de 2008

Hediondo a hawaiano

Mira que venirse a equivocar así en Barinas, tierra ganadera aún a pesar del Inti, de las invasiones y de los secuestradores que impiden a los hacendados pasar un buen rato rascándose la panza en sus fincas a las que visitan casi de manera clandestina o al amparo de pequeños ejércitos privados.

En Alto Barinas –la zona “bien” de la ciudad- hay dos modernos centros comerciales que abrieron sus puertas hace menos de dos años. El tercero, que iba a ser el más grande, se quedó en pilotes y movimientos de tierra porque sus promotores decidieron que no podían trabajar azotados como estaban por una plaga sanguinaria y sedienta de billetes que extorsiona bajo el paraguas de un sindicato bien conectado con el poder político local y tan fiero que ha puesto en riesgo hasta a las propias obras contratadas por el gobierno del mismísimo Hugo de los Reyes.

En uno de esos mall, como ya es norma, hay una ruidosa feria de comida de la que emanan olores que son todo y nada: imposible diferenciarlos, es el aroma del la industria del fast food y de las bandejas donde se marchitan las lechugas.

No es ese el lugar al que quieras ir a almorzar luego de un par de jornadas de reporteo sobre la aterradora situación de inseguridad de la región. En esos casos tratas de evitar la bandejita, los cubiertos de plástico y el arroz amarillo radiactivo.

Quieres, coño, que alguien te lleve la comida a la mesa, que la hagan al momento, que haya aire acondicionado y que el extractor cree un ambiente que te permita disfrutar los distintos aromas que se desprenden de tu plato.

Eso quieres, pero puedes equivocarte muy feo.

Has visto que arriba, subiendo por la escalera mecánica, anuncian restaurantes. Algo más formal, más lento, más acorde con tu ánimo. Y cometes el error de entrar a un lugar llamado B.way, adornado con fotos de Lennon, de Dylan, de Morrison, de Sinatra, pero en el que suena de principio a fin uno de esos espantosos discos de Arjona.

Sabes que debes huir, pero te empeñas en hundirte hasta el fondo porque crees que la cosa, finalmente, no puede ser tan mala, que la música puede variar, que un buen servicio puede aislarte del ambiente musical.

Vuelves a equivocarte.

El mesonero tonto e indolente hace todo lo posible por ganarse el premio mayor: que te levantes, lo sujetes por el cuello y lo lances escaleras abajo. Pero no. Eres un tipo civilizado. Y ningún juez fanático de Pablo Milanés aceptará como atenuante una locura momentánea inducida por las lamentables composiciones del guatemalteco que se gana la vida haciendo siempre la misma canción. Así que respiras hondo, repasas el menú y pides un trozo de punta trasera acompañado de una papa horneada, mientras que Gustavo, el fotógrafo, elige un lomito con guarnición de vegetales. Todo es tan simple…

Mientras llega la comida vas a descargar líquidos y ahí te das cuenta de dos cosas: que la cocina está demasiado próxima al baño –al lado- y que el calor de la parrilla y la concentración de humo asfixia y deja ciegos a los pobres muchachos encargados del fogón.

Sabes que ahora sí debes salir de ahí, que no te puedes fiar de un lugar que juntó al “miccionario” con las brasas. Pero desoyes la voz de tu instinto y te quedas, ya al borde de la desesperanza,

Y todo salió peor.

Tu carne es una suela chamuscada. De buen sabor pero chamuscada y más que muerta, asesinada. Y de pronto Gustavo dice que no puede comerse aquello: le han traído una carne con un trozo de queso encima, como gratinado, que no concuerda con lo que prometía el menú. Y dice: “No me gusta como huele esta carne, no me la puedo comer”.

En efecto, su carne tiene un olor fétido, podrido. Y la devuelve. La tuya no está tan mal después de todo o es el hambre, ya ni sabes. Gustavo se va a la feria y la dueña del lugar se acerca a preguntar qué fue lo que pasó y a explicar que ese día, justo ese día, se averió el sistema de extracción y que ya no va a “marchar” más órdenes porque así no se puede cocinar. Tampoco se puede estar: te pican los ojos por el humo, apestas.

Y entonces añade: “Ese fue el queso hawaiano”.

- ¿El qué?
- El queso hawaiano que le pusieron encima a la carne. No es que la carne esté mala, esa me la trajeron hoy, es que el queso hawaiano le da ese olor.
- ¿Hawaiano?
- Sí, mi amor. Eso es.

Quise recordarle que estamos en Barinas. En el llano. Preguntarle que qué coño es eso de queso hawaiano, si en esas islas lo que hay es cocos, muchachas bailando con vestiditos floreados y coctelitos de ron malo. Decirle que si acaso hicieran algún tipo de queso en semejante lugar, para qué diablos tendrían que traerlo a Barinas.

Pero no. Ya era demasiado.

Pagué y me fui a la feria. Ahí cometí otro error: pedir un expreso manchado…

6 comentarios:

Eduardo dijo...

... Demasiado piaste pajarito, demasiado tarde...

Anónimo dijo...

increíble...aplicaré la del hawaiano cuando mis inventos gastronómicos salgan mal...

La Azotacalles dijo...

Medina! perdóname, pero será que el B.Way se echó a perder! jejejeje tenías que irte a Del Carajo, en la avenida Alberto Arvelo Torrealba... obvio, ahí la pasarías del carajo. O te hubieras ido a El Estribo, o co! a comer sushi en el Bristol... y más: raviollis en El Cavallino... es que si uno no pregunta, cómo aprende... Barinas lo intenta, pero le farta mano, le farta.

Anónimo dijo...

Oscar, excelente!!!. De verdad que este país es pa´cagarse de la risa, no creo que haya otro tan divertido(y tan trágico a la vez)...

Anónimo dijo...

Conchale primo que tristeza y que arrech...jajaja la verdad espero que no te vuelva a pasar porque no hay nada peor que una mala comida con mucha hambre...para llorar y reir....

Anónimo dijo...

jajajaja me dieron hasta ganas de orinar de las risas oscarello