
Antes se podía. Ibas en el metro tranquilo, con aire acondicionado, evitando la cola, atravesabas la ciudad acompañado de un buen libro.
Sólo dejabas el asiento si aparecía una viejita, o una embarazada. Nunca si la chica estaba buena: mejor que siguiera de pie.
Rumbo a la universidad leías el capítulo que te faltaba del libro ese de sociología que pesaba tres kilos y aburría lo equivalente a su peso multiplicado por el número de páginas. O en días más relajados algo de literatura. Y hasta el periódico podías desplegar y compartir con el vecino de asiento.
Aquellos tiempos.
Ahora tienes suerte si logras subirte al vagón. Y más si el aire acondicionado funciona. ¿Alguna vez te ha tocado el vagón que no tiene aire a las 5 de la tarde?
No querrías estar ahí.
Y de libros ni hablar. Si levantas el codo se lo clavas a alguien en la cara. O en el esófago, si acaso lograste conseguir asiento. Y es trabajoso eso de leer con las páginas pegadas a la nariz, si es que insistes.
Anda a leer a tu casa: Caracas es otra. Ya éramos muchos y parieron todas las abuelas. O algo así.
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